Correr por Recoleta

Ayer fui a metro Eistein para ver unos muebles.

Salí de la estación y busqué un poco de orientación en la viejita de los frutos secos. Al mismo tiempo, apoyada en la muralla de la farmacia, una mujer pálida decía por celular: «Tú me estás destruyendo». Sólo la miré de reojo, porque cuando a uno le rompen el corazón, podría agarrar a combos al primero que se te cruce.

Le hice caso a mi guía turística de las nueces y seguí caminando por la vereda izquierda de calle Recoleta. La luminosidad me achinaba los ojos y sentía las manos quemadas por el frío. El paisaje iba de lo café a lo gris y las plazas eran incipientes arboledas iniciadas con pequeños árboles, afirmados con un palito.

Hace rato había guardado el celular, porque es ridículo andar buscando algo sin mirar alrededor.

Como preguntona de profesión, abordé a un grupo de hombres y les pregunté cuánto más allá quedaba la calle Raquel. El más viejo se detuvo amablemente, tomó mi hombro y apuntando hacia el siguiente semáforo me dijo seguro que allá tenía que ir. Pasé por el frontis de la nueva municipalidad rodeada de una canchita de skaters. Habían escolares y una pareja joven con una bebé chiquitito. Muchos ciclistas, bicicletas bacanes, pocos cascos y mucho diseño capilar.

Dos motos de carabineros recorrían las calles en zig-zag, mientras las dueñas de casa regaban sus jardines, mirando hacia ambos lados. Por la numeración de las casas, iba bien y finalmente llegué. Golpeé dos veces la puerta y nadie salió.

– «¿Busca al Carlitos?» – me dijo una señora desde la casa de enfrente. Yo asentí y me invitó a pasar con dulce hospitalidad. Entré, pero media dudosa, recordando las frases de mi mamá que me sugieren no confiar en nadie.

– «Sientése, yo creo que tengo su número y lo llamamos». Esperé en en living y olía rico a comida casera. Me dieron ganas de saber que cocinaba y que me invitara a comer. Cuando empezaba a agarrar confianza, se escuchó ruido afuera.  Le dí un abrazo a la señora y le agradecí.

Llegó la caminoneta de «Carlitos» y ví los muebles que hacía. Su casa era mitad hogar y mitad punto de venta y envidié su colección de objetos vintage y muebles originales. Pensé en nuestra idea de tener una empresa así, inspirada en tu vocación (medio fallida jaja) de mueblista. Probablemente nos costaría partir, pero podríamos complementarnos: Yo con mis habilidades manuales y de difusión, ella viendo costos, entregas y tiempos por «proyecto», como lo hace a diario en sus planillas de Excel. Sé lo felices que seríamos construyendo un proyecto propio y sobre todo, para que ella se sientiera más libre.

Ella me dice confiada que yo decida. Yo le digo que vayamos juntas otro día y lo pensemos bien. No es cualquier cosa armar una casa y yo quiero que pensemos todo a la par.

Salgo contenta y camino segura. La vereda es estrecha y las construcciones se expanden cerca del suelo. Se ve el cielo y no edificios. Ahí cerca está Cerro Blanco y me doy cuenta que yo soy la hostil, no el lugar. Entro a una distribuidora de golosinas y pregunto por Tigretones y Tabletones. En la próxima cuadra vitrineo en una gran tienda de ropa usada y me llevo una polera de plush de $990. Veo pasar por la calle una «Citrola» como de mi papá y va llena, tanto que la cola del auto casi toca el suelo. Sonrío.

Hay un guitarrista que toca mientras espera la micro. Me percato del carrito de los completos y quisiera tener 5 minutos para comerme uno. Le hago un gesto de saludo a mi guía y bajo corrriendo las escaleras. Un violinista toca una hermosa melodía y un niño de unos tres años se detiene maravillado, igual que yo.

Bajo y entro al tren. Pienso que me gustó mi paso torpe y rápido por Recoleta. Espero que vengamos juntas en metro y nos llevemos esos muebles lindos o no nos llevemos nada, pero que caminemos por un lugar nuevo, donde podamos andar de la mano sin toparnos con nadie.