La mosca ciega

Terminaba el año escolar en un liceo de Providencia. Las pruebas globales ya eran historia y mis notas eran buenas, considerando que ponía atención sólo a lo que me interesaba. Quedaba la última reunión de apoderados y ojalá mi papá no se viera involucrado en alguna discusión donde él fuera el representante de un bloque y la mamá de Anne – una de mis amigas – del otro. Pero mi papá nunca se perdía en la masa, porque es parte de esa generación políticamente densa, socialmente dividida y un poco quebrada emocionalmente. Casi 45 años de diferencia entre él y yo no pasan piola.

Ese día, quise esperarlo en el patio cuando terminara la reunión, intuyendo que “La Mosca” lo abordaría en privado, representando a las inspectoras de piso que operaban como “Gestapo” contra la homosexualidad. ¿Qué iba a hacer si le insinuaba algo sobre mí? O peor, ¿Qué haría si pronunciaba el nombre de Ella y la señalaba como la manzana podrida que quería “pervertir” a su hija menor?. Ambas posibilidades me aterraban, pero la segunda me parecía asquerosa, triste y peligrosa. Un insulto a la intimidad y a la dignidad.

Era año 2002 y las autoridades del colegio tenían un objetivo claro: Frenar el “problema”, aplicando medidas restrictivas y subiendo el número de inspectoras omnipresentes que, como cucarachas, pululaban en los espacios más húmedos del colegio como baños y camarines. Siempre estaban: En el patio, asomando sus cabezas sala por sala o haciendo rondas por los recovecos más pequeños, espacios perfectos para dar una carta arrugada en la mano, un beso o un abrazo. Pero nada servía, porque muchas de esas historias entre niñas que amaban a otras eran reales, tanto como el primer amor entre un y una puber.

La primera persona a quien amé fue Ella, no puedo negarlo. Mi primer beso a los ya tardíos 16 años. Mentía siempre con esto, pero lo del niño de la fiesta del colegio no era verdad.

Tomando el sol en lo más alto de la galería Ella pasó los últimos días de ese año, mirando hacia el pabellón antiguo mí puesto que se dejaba ver por la puerta. El misterioso papel en mi casillero con un infantil “Te estoy observando” y unos ojitos dibujados, no era tan misterioso ni tan anónimo.

Esos últimos días del semestre los pasamos con un Discman en el Parque Bustamante escuchando un CD con canciones románticas y añejas de Franco Simone, Gianni Bella y Franco de Vita. Lo más “nuevo” era Sade, pero cualquier canción le iba perfecto al inicio de nuestra historia. Cualquier frase cursi era adecuada para decir lo que yo no podía mientras nos mirábamos, risueñas y felices, como cualquier pareja adolescente en un parque de la ciudad.

Termina la reunión y veo como mi profe jefe saca a mi papá de la sala. Corro al pabellón con ganas de vomitar y el corazón retumbando. Sí, ya le dijo, no sé bien qué, porque llego en la última parte de la conversación. Trato de meterme en el medio y los cien ojos de «La Mosca» me miran sin expresión. Mi papá tampoco tiene expresión.

Trato de ser más simpática de lo normal, pero no hay efecto en él y no comprendo. Es rígido, de derecha y además cree en Dios  Algo me comenta o pregunta y yo, por supuesto, no tengo más opción que negarlo y bajarle el perfil: “La he saludado un par de veces, ni siquiera vamos en el mismo nivel” –  digo, tratando de convencerme.

Espero un castigo, pero no recibo nada.

Caminando hacia la casa, él habla poco y yo ya no trato de agradar. Miro hacia adelante y siento una angustia terrible por negarla a Ella, la niña morena de sonrisa perfecta.

Paso el verano pensando en ella, esperando el primer día de clases para verla y saber si ella también lo esperó. Si a lo mejor se miró al espejo con tanta preocupación como yo esa mañana. Llega el gran día y así es. Nos miramos y a punta de gestos acordamos nuestro próximo encuentro, lo más lejos que alcancemos a llegar desde la puerta del colegio.