Con plata o sin plata, los «maricas» siempre cargamos con alguna pena

Por lo general, me las doy de valiente, pero releer algunos textos de Pedro Lemebel con la triste excusa de su muerte, me enrostró lo penca que es uno al lado de otros que luchan por nuestras causas escondidas y lo ridículo de las pataletas que hacemos a diario por las pseudo fatalidades que sufrimos.

No soy una «Marica Pobre», no supe lo que era ser gay en el Chile de hace 40 años atrás y ni siquiera hoy lo se. No he sufrido más violencia por mi orientación sexual que los cabezazos que me he dado yo misma contra la pared. Mis miedos se resumen al posible rechazo de mi familia y a los juicios cercanos. A lo que diga la «ex» que quedó «con cuello» y a los que quieren creerse el cuento que los deja más tranquilos. Pero aún contra todo eso, tengo mucha fuerza y verdad para pararme con la frente en alto en sus narices y decirles que lo mío no es calentura, no es moda, pobreza o decepción por el género masculino. No es circunstancial. Lo único que realmente pasa es que estoy absolutamente enamorada de otra mujer y nos esforzamos por superar las mismas cosas, como cualquier pareja y familia común en este país.

Tampoco canto victoria por los beneficios de vivir en un ambiente menos hostil. Menos en teoría, porque rodearse de gente con mayor nivel socioeconómico a veces puede ser más incómodo que ir a La Pintana de noche y con una cámara. No puedo asumir como normal que un tratamiento reductivo cueste 600 lucas mensuales y bajar la vista porque yo vivo con menos que eso. También me desagrada cuando toda una conversación gira en torno a las experiencias de viaje al Sudeste Asiático y la excelencia del servicio a bordo. Ahí realmente no tiene caso abrir la boca y contar que el fin de semana viaje a Curacaví, en un bus sin cinturones de seguridad y comiendo maní tostado.

Y no es envidia, no soy una «resentida social» (detesto ese concepto), como denominaba la gente de derecha con plata a la de izquierda pobre y justamente enrabiada. Pero yo he tenido demasiado, más de lo que proyecté alguna vez para mi vida y eso no te empuja con fuerza para encabezar luchas sociales. Sin embargo, todos somos víctimas de la injusticia en alguna medida, porque no sólo nace de la pobreza de un grupo versus la riqueza de otro: Son diferencias que da tu entorno sociocultural y te definen desde que abres los ojos por primera vez y reconoces ese espacio como tu lugar definitivo. Son esas odiosas categorías humanas que surgen a partir de lo que tienes, de lo que haces, de cual es tu círculo de amigos, si fuiste a un colegio bilingüe o si sólo te manejas con frases como el «May I go to the restroom?».

Todo te suma, todo te resta. Te pone más arriba o más abajo.

Me entristecen las categorías. No quiero que el japonés encaje en la de «hijo de lesbianas» o vean en él la amenaza de un potencial adulto gay, peligro latente para sus amigos heterosexuales. Me carga que por ahí se llenen la boca porque Ella gana más plata que yo, pero puta, me enamoré de Ella a los 15 años en un liceo santiaguino donde todas éramos niñas promesa de muchas cosas y jamás me enteré que fue de su vida hasta que nos reencontramos casi 10 años después. Y lo más importante, ¿Acaso Ella no tiene no tiene más gracia que esa? A mi, déjenmela sin niuno en el bolsillo, como cuando éramos chicas, porque la voy a amar incluso más, en su estado natural.

Me tranquiliza un poco que Lemebel nunca lea esto. Y aunque lo leyera y no simpatizara, yo lo seguiría considerando un ser humano excepcional, uno como los que difícilmente podremos llegar a ser.

En este link uno de sus textos que más se compartió estos días.