Nómades en la ciudad

Estoy sentada en el suelo de mi ex departamento esperando que lleguen a visitarlo posibles nuevos arrendatarios y ya van dos: 1.- Una pareja con un niño de unos 7 años y una bebé 2.- Un adulto joven con una fixie y ropa muy cool como para no ser gay. Me siento representada por ambos candidatos, por sus gestos al mirar con interés cada rincón, cada posible arreglo u optimización del espacio. Una mudanza imaginaria de objetos y de sus ganas de vivir rodeados de ellos y sus significados.

Llegué acá en septiembre de 2012 segura de algo: Ella era con quién quería proyectar mi vida,  Ella y el japonés. Para mí, amores perfectamente compatibles y no excluyentes. Pese a lo «caótica» que parecía la situación, nunca pudo con la felicidad que conseguimos día tras día, obstáculo tras otro. Momentos de soledad, de piernas tonificadas de tanto subir y bajar escaleras en el metro y dolor de espalda permanente por trasladar nuestras cosas de uso diario de Casa 1 a Casa 2.

Miro mi patio de cemento y recuerdo cuando raspamos todos los muros, cubiertos de pintura opaca y agrietada. Pasamos la espátula días enteros arriba de unas sillas y quedábamos con las cabezas canosas de tanto polvillo blanco. Dejamos mucha ropa inutilizada después de pintar y un par de veces terminamos muertas de la risa con la cara tiesa jugando con las brochas. También compramos plantas, muebles, libros y la Tea se comió un pedazo de todo. A Ella le causaba gracia y yo me enojaba, pero miraba su boquita sonriente y al final dejé que la coneja festinara con todo.

Como aquí no cabe un comedor armado, hacíamos todo en la mesa de centro. Con tres cojines en el suelo – que bautizamos como los «púlpitos» – nos poníamos de rodillas o con las piernas cruzadas alrededor para tomar once, la que casi siempre consistía en un café con leche, marraqueta calentada en el horno y alguna tartaleta de frutas. Nunca faltaba lo dulce y lo salado. Nos las arreglábamos para hacer pizza los viernes en el único mueble de la cocina y nos comíamos el pie de limón aunque el merengue quedara líquido.

Mención honrosa a este lugar por cobrar en él mi deuda adolescente y compartír momentos increíbles con mis amigas del colegio. Yo ya no era tan «fomeque» y entre destilados y cigarros nos amanecíamos con mixes de karaoke surrealistas, que nos llevaban de «Siente el Boom» de Tito el Bambino a «Getsemaní» de Camilo Sesto; de «Special Needs» de Placebo a Javiera Mena (acá ya figurábamos Ella y yo abrazadas llorando con Esquemas Juveniles). Nunca faltó la coreografía en círculo con los «wa-chi-tu-rros» de fondo y un grito muy maduro: !Apaguen las luces! Jajaja. No saben cuánto las quiero, cabras. Nunca las olvido y estoy segura de que el suelo de parquet tampoco lo hará.

Lunes, miércoles y viernes dormíamos abrazadas en el futón del living, muertas de frío o de calor (según la estación) para despertar a las 6 a.m con un pre-infarto con la alarma. Teníamos que empezar antes que las parejas «normales» nuestra rutina, tomando taxis muy tarde en la noche o antes de que amaneciera. A veces incluso nos topábamos con los mismos choferes, que siempre trataban de urgar en las razones de este misterioso tránsito nocturno.

Para mí, todo se justificaba (y aún). Dividir mi tiempo y energía entre las dos personas que más adoro era razón suficiente para adaptarme a una nueva forma de ser y moverme en la ciudad. «Tu eres como nómade», me decían en la básica mis compañeras de curso por tantas mudanzas y nómade siempre fui, sobre todo estos dos últimos años.

Espero que los nuevos atesoren recuerdos tan hermosos como yo de este lugar. No importa si es la familia adorable o el jovencito de la fixie, pero que aprovechen cada espacio y lo llenen con sus historias. La mía, de alguna manera, volvió a empezar acá y fue una gran decisión.

Me voy feliz y espero que en esta nueva etapa siempre recordemos todo nuestro recorrido, con sus detalles y significados.

La 2ª parte puede ser mucho mejor

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Cuando terminamos a los 15 años, fui a buscarla a su sala y le entregué todos nuestros recuerdos en un sobre transparente. Metí todo lo que encontré, menos esta tarjeta, La Tregua de Benedetti y una libreta de esquelas de Hello Kitty. Probablemente pensaba que así dejaría de aferrarme a los momentos felices, a nuestra historia linda y breve.

Me cambié muchas veces de casa, hice limpiezas profundas en mi pieza, pero seguí guardando en alguna caja o forro de cuaderno esta pequeñísima declaración. Sí, puede parecer simple, cursi y hasta ambiciosa, pero en algo tenía razón: si a Ella las palabras no le bastaban, a mi ni siquiera me alcanzaban a salir por la boca.

Está demás decirlo, nunca olvidé los momentos que pasamos juntas y ese «lenguaje del corazón» – que tanta vergüenza le da leer ahora – resultó ser una visión remota e inconsciente de lo que no fue, pero sería después, sin necesitar palabras de por medio.

Te adoro. Siempre fuiste una»trovadora» (como Arjona) jaja 🙂