Entre el oficio y la profesión, el cartón.

Soy periodista, pero sería feliz arrastrando una manguera en la tierra mojada del parque todas las tardes. Preparar jugos naturales, limonadas menta/jengibre o repostería básica e instalarme con un cooler afuera del metro sin que me llevaran los pacos. Mi título no está colgado en ninguna pared (aunque creo que sólo los he visto si son de Ues tradicionales) y me empezó a interesar la comunicación desde que entendí que mi introversión me jugaría en contra en lo personal, lo social y en toda relación que quisiera construir a futuro.

A los 19 quedé embarazada y lo conté en Día de la Madre del 2007 con casi toda mi familia sentada en la mesa. Mi papá se desplomó mientras caminaba por el pasillo, mi mamá se lo llevó del brazo y yo nunca volví al departamento de María Luisa Santander.

Con la guata del porte de una sandía, mi primera casa fue en el subsuelo de un edificio antiguo en calle Huelén. Los muebles apenas cabían por la escalera de caracol, tan estrecha que no podían subir y bajar dos personas simultáneamente. Ahí terminé mi embarazo con 25 kilos más (3.645 de guagua y los otro 20, mucha comida y leche en polvo). En los pies unas hawaianas de hombre y en mi cuerpo rebosante un vestido negro con lunares blancos.

Congelé periodismo dos años y gracias al trabajo de secretaria de mi mamá retomé la Universidad. Cuatro de los cinco años fui a la clases con Martín. Hablo en plural, porque antes de las 8:30 tenía que dejarlo en el jardín infantil de Virginia Opazo y luego correr con el corazón apretado a República, después de esa última mirada que me daba desde una de las 10 cunas, llenas niños recién caminantes, con dientes diminutos y mejillas rosadas por las siestas.

Pasaron más de 8 años, me titulé y tengo casi dos años de experiencia como periodista. Quedé sin pega en Diciembre y me di Enero y Febrero para pasarlo con mi hijo y con Ella. Fueron sólo dos meses, pero la presión de no bajar de «la máquina» le da tintes de anormal al descanso, a estar con la familia o simplemente pensar hacia dónde quieres dirigir tu vida. En ese momento me dije: «Hay ene periodistas buscando. Tengo al menos para 6 meses para encontrar otro trabajo», así que tiré CVs para TODO.

Hoy es mi último día de vendedora en una tienda de llena de frutas, verduras y productos muy gourmet. Me acostumbré al olor a albahaca, menta, cilantro y perejil; a tocar cada fruta a primera hora para hacer el inventario. Separar la «merma»de lo bueno, alinear la mercadería en sus canastos y terminar el día con las manos como lija y las uñas negras.

No quiero dejar de comprar la marraqueta caliente en la panadería de la esquina, con «una» de jamón y de queso. O los calzones rotos a $250 que siempre venían con yapa. 

Pero lo que más voy a extrañar es a los clientes que saludaba cada vez que entraban a comprar. «Hola, ¿Anda buscando algo especial? Dígame si le paso una bolsa o la ayudo con un canasto por si tiene que comprar varias cosas», «Cualquier cosa que necesite, me avisa». Era difícil no convertirse en un autómata, pero al paso de los días las caras se repetían y el intercambio de palabras fluía con más naturalidad.

Estaban los parcos que con el ceño fruncido te decían»No, muchas gracias» y compraban silenciosos, sin ayuda. Los jubilados y sus infinitas monedas en bolsitas de plástico y chaucheras de cuero (amor a ellos por ayudarnos con el»sencillo»). Las abuelas y los abuelos que llevaban un tomate, una papa, una cebolla y que aprovechaban la compra para mantener, tal vez, la única conversación del día con nosotros.

Los viejos de nariz respingada, siempre escandalizados por el aumento de la delincuencia en el barrio. Algunos amables, otros que ni te miraban cuando los saludabas. Las señoras de peinados rígidos, voluminosos y maquillaje marcado. Listas para encarar hasta el más común de los días como las señoras bien parecidas que son, dignas hasta la muerte.

Las asesoras del hogar, que nunca se iban sin la boleta. Algunas de mi edad y otras incluso mayores que mi mamá, no necesitaban mayor guía para un sencillo y habitual proceso de compra. Pareciera que sus ganas de servir traspasaban los límites de la casa de lo los patrones y mostraban agradecimiento con palabras – pero más con los ojos – a cada gesto de amabilidad de nuestra parte.

Uno de los grupos más grandes lo conformaban profesionales jóvenes, de entre 25 y 35 años. Algunos solos, otros emparejados  y con hijos pequeños. Todos en el mejor momento de sus vidas y disfrutando los frutos de su esfuerzo, tan dulces como los que compraban en el local. ¿La GCU? Ni cagando. 

¿Por qué estás en el mesón, timbrando bolsas y pasando el trapero?, ¿Acaso estudiaste 6 años de universidad para»esto»? Me preguntaron un par de veces. El tono de la pregunta me molesta y no lo entiendo.

Mi respuesta mental, acá:

«Estoy aquí porque me gustan las frutas y verduras, aprender de sus propiedades y cómo se siembran. Levantarme temprano, darme una ducha y ser útil en lo que pueda. No tener vergüenza de ocupar un lugar que «no me corresponde»o que algún conocido entre al local y me vea con delantal.Vergüenza me daría no ser capaz de barrer las pelusas del suelo y creer que alguien más que yo tiene que ocupar ese espacio, de manera inamovible. 

Pudor voy a sentir de mi misma cuando piense que agarrar una escoba me resta puntos o cuando haya perdido completamente el amor hacia lo no académico. Miedo le tengo a despegarme tanto de la tierra que se me olvide de que puedo ser tan buena feriante como periodista, porque el cartón puede ser diploma o caja, incluso abrigo».

 

Colombia, quiero volver.

«Es tan raro cuando se sube un chileno, ¡que casi lo celebro!», me dice el chofer del taxi luego de contarle que hace un par de semanas viajé a Colombia. Su comentario no tiene lógica, ni siquiera encaja en el monólogo que quiere transformar en conversación, pero sigue de todas maneras: «Se está llenando de colombian@s que vienen a trabajar de put@s  y otros trabajos de ese tipo . ¿Acaso no ha caminado por San Antonio?

Siento un ardor que quiere salir por cada poro de mi cara mientras cuento las monedas para pagarle al detestable personaje xenófobo. Al bajar del auto, la rabia se vuelve pena, decepción e impotencia. ¿Por qué mierda los chilenos somos tan maricones con los inmigrantes? 

Camino por las secas calles de Santiago, pero pienso en la humedad que sentí en Colombia al poner un pie fuera del avión. Recuerdo las primeros intercambios de miradas con unos trabajadores sentados en el suelo, descansando cerca de la losa de aeropuerto. Suena una música sabrosa cerca – probablemente un mambo- la letra es de amor y el ritmo inmediatamente te hace fantasear con un baile pegado a la persona que te quita la respiración (y que afortunadamente, tengo a mi lado en ese momento).

Imposible que te sea indiferente: San Andrés, es como una mulata voluptuosa que no conoce de fronteras, rompe tu metro cuadrado  y te saca a bailar. No anda con pequeñeces: Es intensa, segura, de voz fuerte y con una bonita sonrisa siempre lista tras sus labios gruesos. La felicidad se respira aún detrás de un escritorio donde, al compás de una radio mal sintonizada, nace el tarareo espontáneo de varias mujeres mayores.

Vamos camino al hotel y las casas se proyectan más allá de sus fachadas coloridas, con sillas, bancas y unas mesitas chicas para apoyar las latas de cerveza fría cuando los dedos se empieza a congelan. Hombres sin polera y mujeres de de jeans ajustados, se mueven orgullosos de sus torsos y extremidades esculpidos por un artista mucho más talentoso que creador del mestizo chileno.

Si sin intercambiar palabras puedo decir todo esto, imposible omitir que hacen del lenguaje un arte, con su uso impecable y un ritmo de la voz que llena de significado e intención cada frase. Una lástima entender sólo un par de palabras del creole, lengua criolla de la isla que resiste al paso del tiempo y busca preservar sus raíces y autonomía cultural.

San Andrés – que vive principalmente del turismo – es mucho más que palmeras, playas paradisíacas, esmeraldas y su mar de siete colores. El lado de la isla sin hoteles 5 estrellas y con poca intervención de la naturaleza en la que vale la pena conocer.

Su riqueza es su pueblo.

Llevarse el recuerdo de Mizty en el puestito de masajes y sus botellas de bebida rellenas de aceite de coco. De sus ganas de involucrase en política y hacer algo por los niños más pobres de la isla. De la fe que tenía en abrir luego su propia hostal, con comidas típicas y productos naturales. La versatilidad de adaptarse a decenas de oficios distintos, haciéndole frente a las circunstancias en su tierra querida.

Nunca voy a olvidar la urgencia del hospital Amor de Patria, lugar donde pasé la primera noche de mis vacaciones durmiendo con Ella en la misma camilla. La abuelita que no paraba de toser y escupir en el box de al lado, la niña embarazada que caminó muchas horas y la mujer que llegó gritando con un corte en la cara. La situación me aterraba, pero estaba Ella y todo el personal que me reafirmó la importancia de unas palabras en el momento justo, de un trato humano en una tierra a la que no pertenecía, pero de la que me sentí parte por 7 días.

Me imagino cuánto debe doler dejar todo atrás para buscar un nuevo comienzo en una tierra extraña, menos fértil y mucho menos cálida. Un lugar donde un color de piel, una prenda de ropa «extravagante» te marcan. El país donde se mira por encima del hombro al «raro», al que no se pierde en la masa.

Ojalá cambiemos, aunque sea de poco, pero que cambiemos para no tener que vivir condenados a un lugar hostil o tener el deseo permanente de migrar a una tierra que nos trate un poco mejor.

Mujeres que aman el helado (pero más a las mujeres)

El día anterior «peleamos» por culpa del helado de crema y galletas. Yo estaba corta de tiempo, pero le había prometido pasar al Bravíssimo más cercano – a eso de las 20 horas del domingo – en busca del último raspado de su amado cookies and cream.

Se me hizo tarde, no pasé y esa noche dormimos dándonos la espalda, en las orillas de la cama. Qué ilusas… como todas las noches, la lejanía entre nuestros pies y respectivas cabezas nos pasó la cuenta, y los muy traidores despertaron tibios y más enredados que nunca.

El lunes empezaba bien y acordamos pasar a comprar un litro de su helado favorito de vuelta del trabajo.

Caminamos hacia la heladería y hago un paneo a lo largo de todo el mostrador. Su sabor estaba, todos los sabores imaginables estaban y una niña de unos 26 años se acerca a atenderme y me saluda con personalidad, especialmente atenta. Toma una de las cucharitas de colores y me dice «¿Quiere probar alguno?». «Sí, ¡de todos un poco!», pienso, pero le digo que bueno, indicándole el de Avellana y uno púrpura, con un letrerito que dice Amazón Active. No recuerdo exactamente que tiene, pero es delicioso.

Llega Ella desde la caja y sin titubear pide un 1/4 de frutilla en el fondo y 3/4 del bendito cookies and cream. La niña vendedora nos guiña el ojo y le dice en voz bajita, «Se lo voy a dar bien llenito y con hartas galletas», con un tono cómplice y clandestino. Sus brazos completamente tatuados ejercen presión sobre la cuchara y deja de hacerlo sólo cuando el helado empieza a chorrear por las orillas del pote.

«¿De cuál va a querer usted?», me pregunta con ese respeto innecesario entre dos personas de la misma edad, intentando generar una conversación más allá de la venta. «¡Pistacho! y ese otro, el Amazon Active«.

Se le ilumina la cara. Se ríe sola y se sonroja. Me dice que es por lejos uno de los más ricos y que cada vez que le toca trabajar, le llena hasta arriba un pote con ese sabor a su novia. 

«Es que nosotr@s, como trabajamos aquí, podemos tomar todo el helado que queramos», me dice contenta y entiendo que, por lejos, lo mejor de su día es ver la cara de su mujercita feliz, tan igual a la de la mía unos metros más allá diciéndome con la mano, «vámonos luego, quiero llegar a la casa a cucharear nuestro helado». 

Tres años juntas

Cuando me dejaste un mensaje anónimo en mi casillero. Yo iba en 1º y tu en 2º medio.

Cuando me mirabas desde la galería de la cancha, porque justo se veía mi mesa en la sala.

Cuando fuimos al Cine Huérfanos a ver Sexo con Amor y nos pusimos ropa de calle en la AChS.

Cuando me regalaste La Tregua de Benedetti, con unos poemas de él en las hojas vacías.

Cuando íbamos al Museo de Bellas Artes y mirábamos Paisaje de Monvoisin mucho rato.

Cuando me regalabas compilados en CDs, con muchas canciones de Sade y Coldplay.

Cuando en Plaza Italia había un kiosco de flores, donde me compraste muchas rosas blancas.

Cuando nos metíamos a un edificio antiguo y solo, para darnos el beso del día y salir corriendo.

Cuando éramos casi vecinas y miré tu ventana todo el verano de 2003, hasta que tu papá me vio desde arriba.

Cuando pensaba en ti y, al menos una vez al año, miraba tus fotos de perfil sin razón.

Cuando sentía ganas de hablarte y explicarte que nunca planeé hacerte daño.

Cuando hace tres años, contra toda lógica, nos volvimos a ver en Baquedano a las 8 p.m

Y en la calle me compré en pañuelo, para darle un último complemento a mi tenida (que estuve pensando una semana) 

Cuando esa noche extendiste tu mano en la mesa, yo la tomé y nunca nos volvimos a separar.

Cuando no sabía como enfrentar lo que pasaba, pero cada día era mejor que el anterior y empezamos a construir felicidad, tu en mi y yo en ti.

Cuando sentía el prejuicio de los demás, que querían ver en nosotras lo que los dejara tranquilos.

Cuando tuvimos dos casas y cargábamos con mochilas, conejos y cuadernos, con tal de estar juntas.

Cuando para mi cumpleaños salí de la ducha y me cantaste cumpleaños feliz con una torta en las manos.

Cuando organicé tu fiesta de cumpleaños y corté uno por uno los banderines de papel lustre.

Cuando le pedí a Camila que pintara un cuadro igual al de Monvoisin para nuestro primer aniversario, pero con tonos más cálidos.

Cuando me ayudaste con mi nueva casa y raspamos la pintura vieja de las murallas, mientras nos estrujábamos de la risa.

Cuando me esperaste sentada afuera de la sala donde defendía mi tesis y me sentí fuerte.

Cuando te quedabas despierta sólo para acompañarme cuando escribía mi tesis.

Cuando hemos llorado juntas por sentirnos solas e impotentes al no poder cambiar la mente de los demás.

Cuando preferiría que todo lo bueno te pasara a ti, porque yo se acostumbrarme a lo malo.

Cuando me subí por primera vez a un avión y quedamos separadas, pero te parabas a mirar si estaba viva cada rato.

Cuando fuimos a la playa y me enseñaste a flotar, mientras yo pataleaba a la velocidad de la luz, porque me aterraba la idea de no pisar el fondo.

Cuando decidimos vivir juntas y vine a este departamento día tras día a ver el avance de los arreglos.

Cuando no me podía la espalda de tanto caminar, pero sabía que por ti siempre todo valía la pena.

Cuando me sentía orgullosa de ti cada vez que te reconocían como una excelente profesional en tu trabajo.

Cuando te miraba conversar con mi mamá de la vida y sonreían con una cerveza en la mano.

Cuando hablaba de ti a todos y sin que me preguntaran, porque nunca podría omitirte ante nadie.

Porque eres mi orgullo, mi amor y mi compañera. La demostración más grande de que la vida es difícil y extraña, pero cuando amas profundamente y siempre estás dispuesto a ser mejor, nada te puede ganar.

Te adoro con mi vida, Karina. Gracias por estos tres años de infinita felicidad. Siempre te voy a amar.

Si hay alguna forma de que nuestra historia ocupe el primer lugar entre las demás, no quiero buscarla. No me interesa ganar haciendo comparaciones parciales que alimenten mi ego, mis ganas de ser la primera, la única, o el tormento más persistente en tu memoria.

Una de las pocas medidas que tengo sobre nosotras es recordarnos hace tres años y ver todo lo que hemos construido hasta hoy. Yo nos valido, nos reafirmo, nos justifico y nos confirmo por cómo hemos crecido de la mano.

Yo nos mido juntas en todo lo recorrido para llegar hasta aquí, en lo grandes e invencibles que somos juntas.

Felices 3 años, mi vida.

El andén de enfrente

Hay dos días de la semana en que caminamos juntas a la estación del metro. Me gustan esas mañanas, porque la miro de reojo y le digo lo linda que se ve así, con su piel morenita reluciente por el jabón y un medio moño que hace que su pelo baile con el viento y se seque.

Me encanta reírnos de nuestra respectivas «pintas»: Yo de sus zapatitos Luis XV y ella de mis chalas noventeras, como las que usaba la cantante»Gillette». Ella después de mi melena que se infla por la humedad y yo de sus cejas que son iguales a cuando tenía dos años.

Así vamos, riéndonos de nosotras mismas, mientras nos tomamos la mano como por casualidad con el meñique. No es tan obvio que la abrace o que le rodee sin querer el cuello o la cintura. Ni que celebre cada gesto, palabra o movimiento suyo.

No tan obvio pasar los torniquetes, darnos un abrazo largo y un beso en las comisuras. Bajar a diferentes andenes, mirarnos cada 5 escalones y reírnos. Estar frente a frente modulando varios «Te amos muchos» hasta que, o se cruzan los trenes o una señora del andén nos lanza fuego por los ojos, porque mira con extrañeza que estas dos mujeres le pongan tanta atención a una rutina tan insignificante como decir: «Nos vemos, hasta luego».

Llegó el día: Le conté a mi mamá

Mamá y yo

Ya van a ser casi tres semanas desde que me acerqué a ella, la miré y dije: «Ya no puedo mentirte más, no lo soporto».

Planifiqué tantas veces el momento, las palabras, el lugar, pero nunca dudé de la forma: Tenía que ser frente a frente. Pensaba en invitarla a un café, pero tal vez al mirar su cara complacida iba a preferir tragarme las palabras (aunque la garganta se me hubiera contraído hasta el atoro). Además, ¿cuál es el sentido de un preámbulo tan dulce si va a terminar con una declaración tan amarga? También pensé juntarnos en Parque Bustamante, pero no quería que al mirar a los niños jugando recordara las muchas veces en que yo avanzaba por las barras, tratando de batir mi record con las palmas rojas y con olor a metal.

Imaginaba sus ojos verdes de perfil, que tienen pestañas cortitas y tiesas; en las canas que se asoman debajo de la boina que tanto le gusta usar. Sentía tanto miedo de ese momento en que se levantara de cualquier asiento en el que estuviéramos y ver como se alejaba y la distancia entre nosotras crecía, infinitamente. Me dolía pensar en ella, construyendo por ahí teorías y razones del por qué su hija menor se había enamorado de otra persona «igual que ella«.

Llevaba varios días con la idea de que era el momento. En un par de meses se cumplirán tres años de relación con Ella; treinta y cuatro meses de ser muy feliz y no poder expresarlo a quienes más querían escucharlo. Estaba en Santiago y ellos ya no, pero mis días de agotamiento ahora encontraban unos brazos me reponían de toda esa energía gastada. Me sentía – y aún me siento – completamente amada, como uno siempre sueña que lo será algún día. Y yo, adorando como nunca antes a un ser humano, a una compañera en toda su dimensión.

Son las 4 p.m del primer sábado de Febrero y mi mamá lava los platos del almuerzo. Yo estoy sentada en el sillón del living y la veo de espalda. No me gusta que tenga 60 años y siga refregando los platos de todos los que comemos. Usa una polera sin mangas y tiene los brazos muy quemados por el sol – no bronceados – porque es blancucha, igual que yo. Tiene las piernas delgadas y su contextura es tremendamente parecida a la mía. Eso si, ella es mucho más bonita y, a mi edad, me pegaba cien mil patadas en la raja en sus fotos con bikini de calzón grande en la playa de Constitución.

Me levanto del sofá, camino hacia ella y me paro a su lado.

» -Ya no puedo mentirte más» –  y la miro, queriendo identificar alguna expresión en su cara.

» -Dígame pues, ¿qué pasó?, ¿por que está así? – responde tranquila.

«- Es que tengo miedo, no me atrevo».

Mi hermana sale del baño, me doy vuelta y me desplazo sin rumbo por el living para disimular. Pasa un buen rato y de nuevo quedamos solas con mi mamá. Con un gesto de mano, me dice que vaya y entre a su pieza.

«Listo, ahora dígame, ¿qué pasa?»

«Es que no me atrevo, me da miedo» –  y muevo las piernas con una sonrisa nerviosa y ridícula que veo en el espejo de la toilette.

» – Está con alguien, ¿es eso?».«Si fuera eso, no sería tan terrible. Sería muy normal».

» – Está con alguien igual que usted».

Asiento con la cabeza y con los ojos llorosos le pido que , por favor, no me deje de querer. Que soy la misma persona que conocía hasta ese preciso momento.


«¿Cómo la voy a dejar de querer? Yo la amo, la adoro y eso nunca va a cambiar. Usted es mi hija y yo, aunque a veces no comparta su forma de hacer las cosas, siempre voy a estar ahí para decirle mi punto de vista y tome lo que usted decida tomar». 


No necesito explicar en detalle lo que pasó después de esa conversación con ella. Desde ese día, siento como el cuerpo y la mente me pesan menos. Sin ninguna duda, tener esa reacción de su parte fue hermoso e inesperado. Sin embargo, la «aprobación» y el apoyo de ella y los demás no es, en ningún caso, la confirmación de que no estamos tan equivocados.

Se hacía tarde y tenía que volver a Santiago. Metí mis cosas en la mochila y me subí a la moto con mi papá, porque los buses quedan un poco lejos de la parcela. Con el casco puesto, miro hacia atrás y ahí está ella, en el frontis de la casa mirándome dulcemente como queriendo decir:

Vaya tranquila, todo va a estar bien. Te amo, hija.